ETIQUETAS

12/01/2021

 AGUINALDO DEL RECTOR MAYOR


COMENTARIO DE DON ÁNGEL FERNÁNDEZ ARTIME

Premisa

Probablemente «la imagen del año» en todo el mundo (sea cual sea la nación o la religión), haya sido la de un hombre de avanzada edad, vestido de blanco, totalmente solo en la gran explanada de la plaza de San Pedro en Roma, en una tarde lluviosa que se hacía noche aquel 27 de marzo del 2020. Ese hombre era el papa Francisco, quien nunca estuvo tan solo en una oración, pero, al mismo tiempo, nunca tan acompañado por toda la Humanidad, recordando a este mundo de razas, culturas, naciones y religiones diversas, que Dios tiene la capacidad de saber conducir hacia el bien incluso las realidades más desastrosas y que más dolor causan, y de mirar con compasión nuestra pobre fe.

Lo que hemos vivido en los últimos once meses es, sin duda, una realidad que nos interpela y que no podemos ignorar como si nada hubiera sucedido o si ya hubiera pasado.

 

1. UNA REALIDAD MUNDIAL QUE NOS INTERPELA Y QUE NO PODEMOS IGNORAR

 

No me siento capaz de escribir ni siquiera una sola página de este Aguinaldo 2020 ignorando lo que ha golpeado a toda la humanidad y a todos los países al mismo tiempo. Vivimos tiempos muy difíciles; se ha vivido lo nunca imaginado ni sospechado. Se piden respuestas que no se tienen y fechas que proclamen el final de esta pandemia, sin poderlas calcular con precisión. Así ha sido con esta enfermedad del COVID-19 (Corona Virus Desease 19), una dolencia infecciosa causada por un nuevo virus que no había sido detectado en humanos hasta la fecha.

Está siendo muy profunda la excepcionalidad que estamos viviendo. Ni siquiera las crisis sociales, políticas y económicas de las últimas décadas habían sembrado tanto temor en el mundo como lo ha hecho esta pandemia. Miedo, dolor e inseguridad; lágrimas, pérdidas y desesperanza, han llenado el corazón de ricos y pobres, famosos y desconocidos, grandes y pequeños. Está siendo sin duda una crisis mundial, la más grande en los últimos setenta años, y las decisiones que se tomen en los gobiernos influirán en todo el mundo durante mucho tiempo y no solo en la economía sino también en la política, la cultura y la visión del ser humano.

En el transcurso de los meses se han visto tantísimos gestos de generosa entrega y sacrificio. Entre otros, la heroica labor de los sanitarios que han trabajado hasta la extenuación, las personas que han garantizado los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil; también las personas que han cuidado del orden social y algunos políticos, no todos, que con honestidad han asumido su responsabilidad, con visión de largo alcance, dejando de lado las rivalidades partidistas.

También se han dado situaciones vergonzosas y egoístas, no queriendo compartir materiales sanitarios ni equipos médicos, o no viendo que una crisis económica global necesitará de una respuesta global.

Como quiera que sea, los datos hablan por sí solos. Al final de este año 2020 son 80 millones de personas quienes se han infectado y 1.800.000 fallecidos. Además, el COVID-19 ha dejado ver la peor cara de sí mismo, a saber: el aislamiento, el morir en la más absoluta soledad, los corazones desagarrados de los familiares.

No cabe duda de que todo esto ha hecho tambalearse tantas cosas que parecían seguras. En todos los países se ha intentado transmitir seguridad a la ciudadanía. El lenguaje empleado ha sido bélico: se trata de una «guerra» contra el virus; lo venceremos se decía. Cierto que será superado antes o después. Incluso me llamó poderosamente la atención, meses atrás, cómo muchas ciudades del mundo se animaban a sí mismas y a sus ciudadanos con lemas que intentaban ahuyentar el miedo. Eran mensajes como estos:

  • Un «Oso Paddington», en una casa de Bristol, acompaña un mensaje en el que puede leerse lo siguiente: «El arte de la supervivencia. Mantente a salvo».
  • En Tokio el edificio Tokyo Skytree muestra un mensaje que dice: «Juntos podemos ganar».
  • En Ciudad de México, el hotel Barceló colocó un mensaje sobre su edificio en el que se pudo leer: «México unido resistirá y saldrá adelante».
  • En la ciudad belga de Amberes se leía este mensaje en una residencia: «Esto también pasará. Un tiempo mejor vendrá. Y será glorioso».
  • En Ontario, Canadá, muchos hoteles en las Cataratas del Niágara usan luces en las habitaciones para crear corazones y mensajes de esperanza.
  • Y en Vancouver, un mensaje pintado en el muro de un negocio cerrado que se encuentra en el centro de la ciudad canadiense dice así: «Te queremos Vancouver. Mantente seguro. Mantente fuerte. Vuelve pronto. Mantente apartado y conectado. Superaremos esto».

Y ciertamente observo todo esto con respeto. No podría ser de otro modo. Pero me parece poco, muy poco, insuficiente para entender, explicar, e incluso implicar, el corazón y la vida. Siento que necesitamos algo mucho más profundo y vital que permita asentar en nuestros corazones y serenar en nuestro interior lo que hoy nos toca vivir, sin olvidar por otra parte que hay otras muchas pandemias que siguen moviéndose por nuestro mundo, que golpean fuerte, aunque no a todos, y que no hacen tanto ruido porque son lejanas.  Y nosotros como creyentes y como Familia Salesiana de Don Bosco no ignoramos ni olvidamos. Me estoy refiriendo a los 32 focos de guerra que están activos en este momento, aunque exista el COVID-19; hablo del comercio de armas que no se ha arruinado, sino que ha crecido. Pienso que otras terribles situaciones endémicas que no son menos graves que la pandemia de hoy, aunque no afectan a la economía de las naciones y por eso no cuentan. En palabras del papa Francisco, refiriéndose a los jóvenes, pero que alcanza a adultos y, en ocasiones, a familias enteras, dice que se trata de «contextos de guerra y padecen la violencia en una innumerable variedad de formas: secuestros, extorsiones, crimen organizado, trata de seres humanos, esclavitud y explotación sexual, estupros de guerra, etc. (…) Son muchos los jóvenes que, por constricción o falta de alternativas, viven perpetrando delitos y violencias: niños soldados, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, terrorismo, etc.»[1].

Y entonces me pregunto: ¿Qué significará la «nueva normalidad» de la que tanto se habla? ¿Qué quedará en cada uno de nosotros después de este año? ¿Habrá una alocada carrera para recuperar «el tiempo perdido», la economía perdida? ¿Habrá sido solamente una mala pesadilla? o, por el contrario, ¿dejará algo positivo en muchas personas, en la organización de las sociedades? ¿La ‘nueva normalidad’ traerá consigo algo realmente nuevo?, ¿cambiarán algunas realidades para bien?

No sé lo que nos espera, pero sí intuyo que hay un camino que, como Familia Salesiana, podríamos transitar y que nos haría mucho bien a nosotros mismos, ofreciendo al mismo tiempo nuestra humilde contribución y aporte a los demás.

 

2. ¿HABLAMOS DE ESPERANZA? ¿DE QUÉ SE TRATA…?

 

«Mire, lo he descubierto en estos meses: la esperanza es como la sangre: no se ve, pero tiene que estar. La sangre es la vida. Así es la esperanza: es algo que circula por dentro, que debe circular, y hace que te sientas vivo. Si no la tienes, estás muerto, estás acabado, no hay nada que decir… Cuando no tienes esperanza es como si ya no tuvieras sangre… Quizá estás entero, pero estás muerto. Así es»[2].

A lo largo de estos meses he pensado muchas veces que, la lectura que hagamos de este momento que nos toca vivir, no puede ser como otra cualquiera. A nosotros no nos mueve el interés de las compañías hoteleras, ni aéreas. Sin negar que es bueno en sí mismo lo que éticamente crea trabajo y medios de vida, no tenemos puesta la mirada en el turismo que se debe activar, ni en una productividad que ha de crecer, (nos dicen, el doble de lo que era antes, a fin de recuperar el tiempo perdido y superar el retroceso vivido).

Por más justo que pueda ser todo esto, nos sigue faltando algo en la mirada, en la interpretación y en lo que nos motive y mueva a la acción. Y, por eso, tengo claro que no podemos afrontar el después de este momento, no podemos situarnos ante la «nueva normalidad», sin vivir desde la esperanza. Ningún futuro es absoluto y último si solo dependiera del hombre. El ser humano es proyección y tiende siempre hacia un algo más. Pareciera como si lo que se consigue estuviera siempre como a mitad de camino hacia algo nuevo. Siempre aspiramos a más y siempre estamos a la espera.

Esta es la razón del porqué del lema de este año.

¿Y qué es la esperanza? ¿De qué hablamos al decir esperanza?, ¿Y de qué tipo de esperanza hablamos?

A mí, es una realidad que me fascina. Han sido muchos, muchísimos los autores que han reflexionado sobre la esperanza desde las más variadas perspectivas[3]. Podemos hablar de la espera como una actitud humana. Hablar de aguardar, esperar y esperanza. No entro en complejas diferenciaciones (como lo sería si prestáramos atención a lo que quiere decir santo Tomás de Aquino distinguiendo entre esperanza como pasión, esperanza y fortaleza (o magnanimidad), y esperanza como virtud teologal); no es este el lugar ni el momento. Pero sí lo es para afirmar que el ser humano está llamado a la esperanza y, se quiera o no, siempre se debe elegir, con mayor o menor consciencia, entreabrirse a una aspiración de plenitud, o bien cerrarse en los límites de las «esperanzas» de lo tangible, de lo que se puede sentir y tocar.

Y esta apertura del ser humano a la esperanza no es lo mismo que la esperanza cristiana, aunque es una esperanza que forma parte de la propia identidad de la persona, hombre o mujer.

Igual que en filosofía se dice apropiándose del principio cartesiano: «Pienso luego existo», también se podría decir «vivo, luego espero», porque sin esperanza la vida no sería vida, carecería de sentido en sí misma, puesto que en realidad la existencia humana no resiste vivir en la desesperación (es decir «sin-esperanza»).

Pero la esperanza no es un mero deseo, ya que el deseo tiende siempre a algo concreto y determinado. Tampoco se reduce la esperanza al mero optimismo, que tiene su meta en los cálculos, y la previsión que hace que el resultado de algo sea positivo. La esperanza, al contrario, concierne de lleno a la persona y tiene que ver con la entrega y la confianza. De hecho, el ser humano es proyección y tendencia hacia un siempre más, hacia lo que está más allá de lo previsible, hacia algo nuevo.

La realidad, que he ido describiendo en las páginas anteriores, nos habla de un mundo que encierra en sí mismo muchas notas de inhumanidad. Creo que es innegable, fácil de reconocer por todos. No quisiéramos que fuese así, pero es así hasta el día de hoy. Pero aún en este mundo, con tantas notas de inhumanidad, se puede vivir con actitudes diversas. Hay quienes viven en el lamento, y la negatividad, con el corazón endurecido. También, por fortuna y gracia de Dios, somos muchos los que intentamos vivir movidos por un dinamismo que nos lleva a buscar la Vida, a hacer lo que sea mejor, a centrarnos en vivir desde el amor y el servicio (que sanan por sí mismos), a trabajar bajo el dinamismo de la esperanza. Y cuando se vive movido por la esperanza se va haciendo experiencia de que el amor, el servicio, el corazón lleno de humanidad tiene pleno sentido en un mundo que tiene también tanto de deshumanización. De hecho, desde nuestra mirada del ser humano, es la esperanza un ingrediente del amor. Eso mismo nos dice san Pablo cuando en el precioso himno a los Corintios dice que «el amor todo lo espera» (1 Cor 13,7).

 

3. ¿QUÉ LECTURA CREYENTE PODEMOS HACER?

 

Es seguro que esta pandemia finalizará en unos meses. Otras «pandemias», que llevan consigo la lacra de la deshumanización, no desaparecerán con una vacuna. Ciertamente es muy justo estudiar la pandemia, el coronavirus y encontrar una vacuna. Antes o después será así. Ya está llegando y nos alegramos profundamente. Muchas preguntas, de desgarrador dolor, se han vertido en tantos corazones en estos meses. La pregunta acerca del sentido o sin sentido de todo esto ha estado presente. Es legítimo. Es muy humano. Esta dura realidad del mal y del dolor que el mundo de hoy vive pareciera que empuja más al escándalo y a la protesta que a la fe, a la duda más que al abandono confiado. Pero, sin embargo, frente a este grito humano, o al lado de este, siempre está (para nosotros creyentes) Dios.

La fe cristiana muestra continuamente cómo Dios, por medio de su Espíritu, acompaña la historia de la humanidad, incluso en las condiciones más adversas y desfavorables.  Ese Dios que no sufre, sino que tiene compasión, según la bella expresión de san Bernardo de Claraval: «Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis» (Dios no puede padecer, pero puede compadecerse)[4]. En la historia de la salvación Dios nunca abandona a su pueblo, permanece siempre unido a él, de modo particular cuando el dolor se hace muy fuerte. Dios no se ha ido, no se ha alejado, sino que está sufriendo en y con los que sufren este flagelo, así como ha salvado, y sigue salvando, a través de tantos que arriesgan su vida por los otros, tantos que sirven a los demás con gran profesionalidad.

En todo este tiempo, a muchas personas les puede parecer que se revela como insoportable esta «discreción de Dios»[5], y ese silencio de Dios, que solo interviene con la llamada silenciosa de su amor. Un Dios que se muestra solidario en el acompañarnos y lejano en el poder que interviene para cambiar «mágicamente» las cosas. Un Dios que «hace nuevas todas las cosas» (cf. Ap 21,5) pues este es su designio. Con la obra de redención de su Hijo, el ser humano, con las demás creaturas, emergen a la vida, dejan atrás los gemidos y sufrimientos de los que estaba llena anteriormente la creación, y esta es renovada recreándola. Es como si Dios mismo invitara a los hombres a mirar cuanto está realizando en la historia y llevará a cumplimiento total al final de los tiempos. Nosotros, como comunidades cristianas, estamos llamados a discernir nuestro presente y leer la acción de Dios que mantiene la promesa dada en la Alianza, de acompañar a su pueblo (y a cada uno) con su presencia potente frente al mal y, al mismo tiempo, con ternura hacia aquellos que en Él confían.

Ante esta realidad, nosotros creyentes nos sentimos iluminados por la fe que se hace esperanza. En palabras del papa Benedicto XVI: «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[6].

Esta esperanza cristiana es histórica y se fundamenta en la confianza profunda de la fe en Dios, el Dios de Jesucristo, que nunca abandona a su pueblo y está siempre con Él. Es una esperanza que va más allá de todo lo que sea satisfacer las esperanzas humanas para aquí y ahora, para este presente, confiando solamente en los propios recursos o en los medios humanos y materiales que puedo tener a mi alcance. La esperanza de la que hablamos se fundamenta en la promesa de Dios, que es su mejor garante.

La esperanza que nos mueve fecunda toda pequeña esperanza del hombre, mostrando los grandes valores en que la humanidad ha invertido sus mejores energías: la verdad, la bondad, la justicia, la solidaridad, la paz, el amor, etc., y no se convierten en utopías, sino en realizaciones concretas y parciales del gran proyecto que Dios tiene preparado para toda la humanidad desde siempre, y que en Cristo llega a ser definitiva. Esta es la esperanza que nos mueve.

«La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste, a pesar de todas las desilusiones, solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13, 1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente ‘vida’. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza»[7].

La esperanza fiable nos hace vivir con la seguridad de que el futuro está plenamente garantizado. De aquí que la esperanza esté ligada a tener a Dios con nosotros. Una esperanza así cambia totalmente el presente, no solo porque, cuando se conoce el futuro como realidad positiva, se hace más llevadero el presente, sino porque este conocimiento del futuro, por la fe, cambia nuestro modo de vivir. Vivir con Dios no es lo mismo que vivir sin Dios. Un Dios que abre incluso en los desiertos de la vida un camino, desafiando desilusiones y escepticismos, miedos y desencantos. Por esto la esperanza que nos mueve, nos lleva a pedir a Dios el don de la confianza. Pedir confiar en Él, que obra todo en todos, y confianza en los demás.

 

El tiempo de la prueba, es el tiempo de la decisión[8]

La respuesta creyente a la esperanza que Dios suscita se fundamenta en el Evangelio como poder de Dios para la constante transformación y renovación de la vida.

El papa Francisco, con su lenguaje directo, invita a «ser gente de primavera más que de otoño»[9]. El cristiano ve los «brotes» de un mundo nuevo más que las «hojas amarillas» en las ramas. No nos refugiamos en nostalgias y lamentaciones, porque sabemos que Dios nos quiere herederos de una promesa e incansables cultivadores de sueños. Se tiene una certera confianza en el Dios que «ad-viene» e interviene.

Con los brazos de la esperanza cristiana –los brazos de la cruz de Cristo– abrazamos el mundo entero y no damos nada ni a nadie por perdidos.

Pero siguen siendo legítimas algunas preguntas: ¿Quiénes queremos ser ante esta realidad que nos toca vivir? ¿Cómo queremos vivir después de todo esto? Porque sería una gran oportunidad perdida si no guardamos como un tesoro lo que estamos viviendo, incluso en el dolor.

Ciertamente son muchas las personas que, desde una visión cívica, de ciudadanía, con una clara conciencia de humanismo y sin ningún horizonte de fe, están afrontando también esta realidad y esta crisis. Es muy legítimo.

También somos muchos, y el mundo de hoy necesita de estos testimonios de vida, quienes tenemos en el encuentro con Cristo, y en el Dios de Jesucristo, el sentido de nuestras vidas. San Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Cierto que él sabía que habían tenido dioses, pero de sus mitos no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban sin Dios[10]. Sin embargo, llegar a conocer a Dios por medio de su Hijo significó para ellos, y también para el hombre y mujer de hoy, recibir una esperanza.  De ahí que la fe se hace esperanza, es esperanza[11].

Esa mirada de fe en el «encuentro» con Jesucristo es lo que hace que el modo de mirar la vida cambie, el modo de sentir en el corazón sea diferente, y el modo de tomar decisiones y discernir qué tiene valor o no lo tiene, venga muy marcado por ese encuentro de persona a Persona. Por eso un teólogo que tanto ha reflexionado sobre la esperanza como es Jürgen Moltmann nos dice que «donde la fe se desarrolla en esperanza, no hace a las personas tranquilas sino intranquilas, no las hace pacientes sino impacientes. En vez de amoldarse a la realidad dada, esas personas comienzan a sufrir por ella y oponerse a la misma»[12].

 

4. UNA MIRADA A NUESTROS ORÍGENES Y A TANTOS TESTIGOS DE LA FE EN NUESTRA FAMILIA

 

Cuando miramos la experiencia de vida de Don Bosco, nos damos cuenta de que la esperanza es una planta de raíces profundas, que vienen de lejos; raíces que se fortalecen en épocas difíciles y en caminos que requieren mucho sacrificio.

Este ha sido el caso, desde los primeros años, de Juan en I Becchi, huérfano, con mamá Margarita que tiene que afrontar tiempos de hambruna y las penurias de la convivencia doméstica.

Cuando tenía una esperanza muy humana de que podría existir para él un futuro, porque soñaba contando con la ayuda y protección de don Calosso, la muerte del anciano párroco golpea esa esperanza. Y la realidad familiar y la mirada atenta y aguda de una madre que busca lo mejor para su hijo, aunque su corazón de madre sufra, lleva a Juan a transformarse en un migrante ya a los doce años.

Pero es precisamente en estas circunstancias que la palabra y más aún, el ejemplo de su madre, abren la mirada de Juan a un horizonte mayor, y lo hacen capaz de mirar hacia lo alto y de ver lejos.

Este será también el caso en el momento crucial de la elección vocacional, donde Margarita le pide a su hijo que no se preocupe en absoluto ni por ella ni por su futuro, y que su corazón nunca se apegue a las seguridades de esta tierra: «si decides ser sacerdote secular y por desgracia llegaras a ser rico, no iré a verte ni una vez. ¡Recuérdalo bien!»[13].

Años más tarde Don Bosco, mostrándole el Crucifijo, reavivará el corazón de la madre desanimada y cansada, encendiendo nuevamente en ella esa esperanza que la llevará a permanecer fiel hasta la muerte a la misma misión que compartió con su hijo desde los inicios del Oratorio de Valdocco.

Esta esperanza de raíces robustas será muy necesaria para todo lo que Don Bosco vive y da vida, desde su llegada a Turín hasta su último aliento.

Por los frutos se reconoce el árbol: de cómo tantas vidas de jóvenes han resucitado de situaciones de abandono y desesperación, hasta llegar a la santidad, se entiende cómo la esperanza habitaba el corazón de Don Bosco y cómo esa sobreabundancia tocó y transformó las vidas de aquellos que él encontraba.

Incluso en los años de su obra más intensa, Don Bosco nunca fue un héroe solitario. Siempre tuvo a su lado a quienes avivaron en él el fuego de la fe, de la esperanza y de la caridad. Fue un acompañamiento «en la tierra como en el cielo». Y también la confianza ilimitada en María fue para él un alimento constante de esperanza. Cuanto más se expresa esta confianza en empresas humanamente imposibles –pensemos en la construcción de la Basílica de María Auxiliadora y en el comienzo de las misiones en América del Sur– más Don Bosco es el primero que ve «qué son los milagros».

Creer que siempre hay un punto accesible al bien en cada corazón, en cada experiencia de vida, incluso en la que aparentemente parece más alienada, es el resultado de esta armonía con el cielo, pero también es el resultado de la experiencia fundamental de acompañamiento y asistencia que Don Bosco sacerdote atesoraba aquí en la tierra. De hecho, es en la escuela de Don Cafasso donde Don Bosco aprende a caminar junto a los más desesperados, en las cárceles y en las zonas más pobres de Turín en ese momento. Es así como Don Bosco no solo «aprende a ser sacerdote»[14], sino a convertirse en pastor de ese rebaño con un corazón como el de aquellos formidables sembradores de esperanza que recorrían con él las mismas calles de los barrios más pobres: Cafasso, Cottolengo, Murialdo. Nos formamos a la esperanza y nos formamos juntos: es fruto de la comunión de los santos «en la tierra como en el cielo».

Hay un momento en la historia del Oratorio que no se puede dejar de recordar, porque está tan cerca de la dificultad global en la que todos nos encontramos inmersos con la pandemia. Estamos a finales de julio de 1854. Estalla el cólera en Turín. Conocemos la historia y no es necesario presentarla aquí. La visión de la fe y la práctica de la caridad, incluso de manera heroica, no son una virtud privada, característica solo de Don Bosco o de unos pocos super-generosos. Es el estilo de vida de esa pequeña comunidad educativa. La esperanza es virtud de la comunidad, que se alimenta con el ejemplo mutuo y a través de la fuerza de la comunión fraterna. Esto también nos atestigua el Oratorio de Valdocco durante el cólera, como la experiencia de muchas comunidades educativas y pastorales en tiempos del COVID, que han tenido en primera línea a médicos, enfermeras y personal sanitario que han dado y siguen dando la propia vida para salvar la de los demás.

Momentos de crisis como este sacan a relucir otro aspecto de la esperanza, como la vivió Don Bosco. Creía firmemente en la Providencia. Una fe-confianza que se hace cada vez más grande con los años. Es como un hilo conductor que recorre toda su existencia y todo aquello a lo que ha dado vida. Es, quizás, la forma más tangible en la que uno puede contemplar realizada en él una «espléndida armonía de naturaleza y gracia»[15]: lo que su corazón cree pone en movimiento los pasos y las opciones de cada día, abriendo caminos de esperanza para muchos, incluso donde parece que no hay más salidas.

 

Otros tantos testigos de la esperanza

En la santidad salesiana encontramos ejemplos y modelos de vida preciosos que nos animan a la esperanza como virtud y como actitud de vida en Dios.  Hago solo una referencia mínima y rápida:

Nuestro hermano el beato István [Esteban] Sándor (1914-1953): nos da un verdadero ejemplo de lo que significa pasar de la división a la unidad y a la comunión. El fuerte sentido de su vocación de Salesiano coadjutor lo llevó a hacer una verdadera opción por la defensa de la vida; él creyó profundamente que su vida debía ser plenificada en medio de su pueblo y de su cultura, que atravesaba momentos de incertidumbre y desolación. Con su actitud recia nos aporta una mirada salesiana del «saber permanecer» en nuestra tierra de misión para iluminar a aquellos que están en riesgo de perder la esperanza, para fortalecer la fe de aquellos que se sienten desfallecer, para ser signos del amor de Dios cuando «pareciera» que Él se hubiera ausentado de la historia. El beato Esteban Sándor, superó los muros que genera la división entre los pueblos y la esclavitud del totalitarismo ideológico saliendo al encuentro del otro y superando cualquier tipo de temor personal o social.

Bellísima ha sido la realidad de vida de nuestra hermana la beata sor Maddalena Morano (1847–1908). Se distinguió como Hija de María Auxiliadora por una audacia apostólica que hizo de ella lo que Don Bosco siempre deseó de sus hijas en el espíritu de Mornese: ser monumentos vivos de la Virgen. Ella, la “Maestrica”, sabía que en su misión salesiana el acto liberador consistía en enseñar a sus chicas a abrir las fronteras de sus corazones y de sus mentes para que pudieran trascender los límites estrechos de una cultura que oprimía a través de la pobreza y de la falta de oportunidades. Supo enseñar la constancia y a no decaer ante las amenazas; el rostro femenino de la fortaleza tuvo en ella la expresión más dulce y convincente de la responsabilidad que tenemos para con los hermanos vulnerables. Como solución a los tiempos calamitosos que debió soportar, indicó nuevos rumbos a aquellos amenazados por el aislamiento y les enseñó la inmensidad de la bondad de Dios.

En el siervo de Dios don Carlo Braga (1889-1971) encontramos un ejemplo de inteligencia pastoral tanto en su incasable entrega a las misiones como en el acompañamiento de los miembros de la Familia Salesiana. Sin desanimarse, sino con la esperanza propia de quien pone su fe en Cristo nuestro Señor, supo tener la paciencia que tanto recomendó Don Bosco para saber acompañar a los jóvenes en el fortalecimiento de su personalidad. Esta paciencia era producto del amor que fluía en su corazón misionero que sabía de tender puentes entre las culturas y no levantar barreras. La llamada que sintió a favorecer la unidad entre las personas lo ayudó a superar las diferencias que se pudieran dar entre los demás, convencido de que lo sostenía siempre la gracia divina que genera la cultura del encuentro.

 

Otro ejemplo precioso es el del beato Józef Kowalski (1911-1942).

Cuánta fe y valentía se necesitan para transmitir paz a los otros aun cuando no queda más que ofrecer que la propia existencia. El amor oblativo de Jesús que con la ofrenda de su vida a la humanidad nos dio el mayor ejemplo de amor, es asumido profundamente por José Kowalski, un hermano que nos da el testimonio de la paz en medio de la guerra, de la serenidad en medio de la convulsión, de la misericordia en medio del odio.

 

Y el siervo de Dios Antonino Baglieri (1951-2007) es otro modelo.

El camino de la santidad exige tantas veces un cambio de valores y de visión. Tal fue el camino que vivió Nino, quien después de un largo sufrimiento, descubrió en la Cruz, la gran oportunidad del renacer a una nueva vida. Nino estuvo siempre acompañado por su madre, quien, en amor y compasión, creyó siempre en él y en su vida llena de capacidades; también estuvo rodeado de amigos seglares y religiosos que le recordaron la belleza de la comunión. Él se dejó tocar por la comunidad que lo fortaleció, tanto en su personalidad como en su fe y lo salvó; comprendió que dejándose encontrar por los otros, se encontraba a sí mismo y dio sentido a su existencia marcada toda por la misericordia divina, incluso desde el lecho de enfermo, para ser «artífice de la paz y la alegría»

Ellos y tantos otros son gigantes de la fe que han vivido con caridad y han comprendido, en todo su alcance, qué es tener esperanza. Quien tiene esperanza sabe que no camina solo y sabe también que necesita de personas que lo acompañen y guíen en ese camino. El papa Benedicto XVI lo expresa bellamente así: «Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar a Él necesitamos luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[16].

 

5. LECTURA SALESIANA DEL MOMENTO PRESENTE

 

Este es nuestro tiempo. Es el tiempo que nos toca vivir y podría ser muy oportuno preguntarnos cuál podría ser la mejor manera de vivir este tiempo después de la pandemia, y quizá descubrir el valor de la esperanza en momentos en los que la mayoría de las personas o tiene miedo o no ven llegar el momento en el que olvidarse de lo que ha sucedido a lo largo de este año. Pero ¿podemos de verdad olvidar lo que ha acontecido, olvidar a las familias que han perdido familiares? ¿olvidar los casi dos millones de víctimas? ¿Olvidar el rostro de los más frágiles de nuestras sociedades? ¿Olvidar a tantas personas que han estado implicadas trabajando en primera línea? ¿Sería justo olvidar? Seguro que no. Sería lo peor que podríamos hacer.

Por eso nos preguntamos si nos enseña algo lo que estamos viviendo, y si estamos dispuestos a cambiar algo, a repensar algunos valores o visiones de la vida…

  • Ojalá que el confinamiento vivido nos ayude a la apertura.

Vivíamos en continuo movimiento. En el afán de responder a todo. A un ritmo muchas veces desenfrenado. Inesperadamente ha llegado una quietud obligatoria, que nos ha encerrado quizá un poco en nosotros mismos, en nuestras casas, en nuestras familias, en cuarentenas obligatorias y necesarias. Aparecen miedos: el miedo al otro, ¡sobre todo al otro!, el otro que es próximo o el más o menos distante. Del contagio que llega quien sabe de dónde, y que es generador de la más grande incertidumbre.

Por eso abrir debe ser el verbo. Abrir los espacios, los ambientes, las ventanas de la vida. Abrirnos al otro como encuentro. Abandonar todo lo que nos encierra, recuperar el sentido de nuestra apertura. La apertura del corazón. Recuperar la visión a un horizonte más amplio.

  • Del creciente individualismo a una mayor solidaridad y fraternidad.

La huella de Dios en la humanidad se nota especialmente en la capacidad de salir al encuentro del otro en un acto de solidaridad con su creación. El egoísmo, es el acto contrario, porque busca la autocomplacencia, nos vuelve auto-referenciales y genera la cultura siempre creciente del individualismo, la cual termina por exponer nuestra pequeñez. Durante la pandemia, sin duda, nos hemos dado cuenta de que somos demasiado vulnerables, frágiles y dependientes. Todos. No solo algunos. Bajo una misma amenaza colectiva, inimaginable y sentida, toda la humanidad siente la necesidad de los otros. Vivimos necesitados del otro. Del mutuo cuidado. No queremos estar solos. Ojalá este tiempo nos enseñe a apostar más por la solidaridad y la fraternidad frente al «virus del individualismo» ¡Cuánta razón tiene el papa Francisco! La solidaridad es la mejor victoria sobre la soledad. «La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. El servicio es en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. En esta tarea cada uno es capaz de dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su proximidad y hasta en algunos casos la “padece” y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas»[17]. Son muchos los que esperan nuestra sonrisa, nuestra palabra, nuestra presencia.

  • Dando pasos del aislamiento hacia una cultura del encuentro.

Ciertamente no es fácil salir del propio encierro; sobre todo cuando este es deseado. Muchas veces es más fácil permanecer aislados porque también surge el miedo de la cercanía. Sin embargo, en el corazón humano está la llama que enciende la necesidad absoluta de estar juntos, en familia, con los amigos, con la asociación del barrio, con el grupo de voluntariado, con los compañeros de escuela, del trabajo, del club de fútbol. Este tiempo de vulnerabilidad nos ofrece un espacio de empatía y de reencuentro. Una «cultura del encuentro» del otro como otro. «El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro. El aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí»[18].

  • De la división hacia una mayor unidad y comunión.

En este mismo orden de ideas, nos damos cuenta de que no es posible generar una cultura del encuentro sin que salvaguardemos la unidad, esa misma que otorga el Espíritu de Dios a quienes entran en comunión con él, porque nos hermana y nos lanza a vivir una misma vocación: la de ser hijos amados de Dios. Un aprendizaje que hemos hecho a partir de las duras experiencias de aislamiento; del viajar divididos en la barca de la vida, causado por el cierre de fronteras (geográficas y hasta espirituales); donde nos hemos dado cuenta de que, al final, todos estamos en la misma barca. Nos une la humanidad que somos. Pero esa humanidad ha sido afectada. El coronavirus es la primera crisis en siglos que afecta a todos en su globalidad. Sin distinciones. Se ha presentado una gran paradoja: un virus que creó la división por miedo nos une. Nos empuja a interesarnos por los demás. Nos une en una empatía de altruismo, de solidaridad, de preocupación, de expresión del bien común y ojalá de compasión y de misericordia. Nos une también en la búsqueda de soluciones. Y probablemente, el egoísmo que divide es una enfermedad, mucho más antigua que el COVID, que había y hay que curar. Ojalá con la llegada de la vacuna para el virus, pudiéramos vacunarnos, de una vez, contra la falta de comunión, para la victoria sobre la división. Y nos una la medicina del Evangelio de la esperanza y de la alegría que nos hace, a todos más humanos e Hijos de Dios.

  • Del desánimo, vacío y falta de sentido a la transcendencia.

De ser «ser señores absolutos de la propia vida y de todo lo que existe» hemos pasado a sentirnos muy frágiles. En muchas familias fue necesario inventar mil narrativas para explicar a los niños por qué tenían que quedarse en casa, lejos de los abuelos, de los amigos de escuela, de los vecinos, sin salir durante quince o veinte días a la calle. Recuerdo, como imagen, el filme «La vita è bella» (1997) donde ese padre Guido (Roberto Benigni) en la situación más adversa, la de un campo de concentración, se inventa un juego para justificar a su hijo qué es lo que están viviendo, y cómo ese juego, es su salvación. El vacío de este tiempo ha causado mucho daño. Pasamos de todas las seguridades a la incertidumbre de un suelo de arenas movedizas, inestable, inseguro. Un vacío distinto de las doctrinas nihilistas. Pero que nos abre a la necesidad de la trascendencia. El Señor nos habla en este tiempo. Y ¿qué nos pide? ¿qué nos ofrece? ¿cómo le acogemos? «Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos»[19]. Y en situaciones límite, Dios continúa hablándonos a través de los corazones de las personas que ven y responden de manera original y diferente.

 

No nos salvamos a nosotros mismos. Nadie se salva a sí mismo.

«Es verdad que una tragedia global como la pandemia del COVID-19 despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos. Por eso dije que «la tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. […] Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos»[20].

Se terminó el tiempo de la idea de que podemos hacerlo todo con nuestros recursos, solos, gigantes de vanidad y del «todo lo puedo». Tenemos que superar ese narcisismo fácil que nos ha convencido de que el universo se inclina ante nosotros mismos, imbuidos de un «súper poder» sobre todo y todos, porque... hemos aprendido, con esta enfermedad, cómo somos vulnerables: Nos necesitamos unos a otros: solos no somos nada. Descubrimos que es importante el vecino de enfrente. Saludar a quien encontramos. Anular anonimatos y creer en el nosotros como parte de mí, sin la cual no se puede vivir. Los demás soy «yo» declinado en un «nosotros». Más dependientes de la riqueza de la humanidad, en sus valores de belleza y vida compartida. Abandonando miedos. Creando lazos. Creciendo. Acabando con el rechazo del otro por ser otro, por ser diferente, por ser extranjero etc.… Partir de un «nosotros» que combina lo plural y diverso con lo particular, rico, único, singular, irrepetible y bello de cada persona, de cada nosotros, valioso en sí mismo.

No podemos temer redescubrir la fraternidad que nos une. Como hijos de Dios muy amados en el Hijo (cf. Ef 5,1). Y por eso se comprende la solidaridad, la fraternidad, el cuidado del otro.  El respeto por el valor de la vida, de la dignidad de la persona, de la verdad del otro es más que nunca virtud. Somos demasiado valiosos para abandonarnos al egoísmo vacío de una enfermedad que se llama indiferencia, y auto contemplación o auto referencialidad. Sobre todo, en lo que se refiere a nuestros queridos jóvenes que son «la zarza ardiente», nuestra «tierra sagrada» que nos salva. Ellos, nuestra gran esperanza, nos enseñan cómo proyectar un futuro común en tantos ejemplos de compartir y de proyecto común: en favor de la Creación y el medio ambiente, en favor de la casa común y de la justicia, en favor de la libertad; de la paz y de la fraternidad universal.

Son necesarias nuevas respuestas. La audacia de un vivir que sea portador de algo realmente nuevo. Ser, en definitiva, lo que Don Bosco sería hoy, ahora que el cólera se llama «corona virus», es necesario ir, salir, ser presencia y ser respuesta.

 

Más que nunca: ¡Presencia y testimonio!

Así es: más que nunca, se necesita presencia y testimonio. Como presencia, la nuestra, y como testimonio la alegría que nace de nuestra fe esperanzada porque «la fe y la esperanza avanzan juntas»[21].

Y más que a todos, a los jóvenes, a quienes no podemos dejar solos (¡nunca, pero menos ahora!): ellos nos esperan, de brazos abiertos, para que habitemos, de nuevo, su vivir, con la fuerza de un amor que es capaz de vencerlo todo, porque en todo esto, solo el amor podrá triunfar! Tenemos que soñar de nuevo el sueño de los jóvenes. Tenemos que colocarnos en esa disposición de vencer lo que tanto miedo ha impedido de hacer realidad. Oratorios, centros juveniles, escuelas, centros de formación, obras sociales, parroquias, cada una de nuestras obras tiene que dejarse inundar del corazón vivo, generoso y revitalizador de cada joven que trasforma casas (muros de silencio) en espacios de vida (de la vida de los jóvenes). ¡Queremos esa vida! ¡Es esa vida que nos salva! Con el grito de cada joven que nos pide presencia, atención, acompañamiento, disponibilidad y que nos piden también que les mostremos a Dios. Si estamos atentos, si los escuchamos, lo que nos van a pedir, con más intensidad, más que nunca, es que, ante tantas cosas, les hablemos de este Señor que anima nuestra esperanza y no nos deja desanimar y desistir (cf. 1 Pe 3,15). Que les ofrezcamos ese «pan de vida» que alimenta nuestro ser para ellos y estar en medio de ellos. Y generar esa vida que el Señor quiere en este momento de nuestra historia. Esa vida que no puede terminar. Ese resucitar de esperanza y vida nueva para el tiempo nuevo. Porque todo esto terminará. Sí, terminará. Y lo que quedará es lo que hemos amado.

 

6. UNA FAMILIA SALESIANA QUE TESTIMONIA LA ESPERANZA

 

Como hemos podido experimentar, las circunstancias ligadas a la epidemia de estos meses han hecho surgir algunos signos de desaparición de la esperanza. Pero, por eso mismo, quiero indicar algunos signos de la belleza de la esperanza evangélica plenamente comprendida y vivida que nos sitúe en un camino en el que podamos expresar la fuerza del carisma salesiano vivido con esperanza. Siento que, como Familia de Don Bosco en la Iglesia y en el mundo, es este el testimonio que se espera de nosotros: la capacidad de vivir con esperanza.

Algunas propuestas para recorrer este camino:

 

6.1. Descubrimos que «la fe y la esperanza avanzan juntas»[22].

Tarea: Hagamos como Don Bosco que tenía la gran capacidad de entusiasmar a sus muchachos para experimentar la vida como fiesta y la fe como felicidad[23].

Todos nosotros estamos sostenidos no por ideas abstractas y bellas promesas infundadas sino por una esperanza que se funda en una experiencia. Esa experiencia es la del Amor de Dios derramado en nosotros por medio del Espíritu santo que mueve todo hacia el bien.

Pero la esperanza no camina sola. Para esperar es necesario tener fe. La esperanza cristiana hace tenaz la fe, capaz de resistir a los robos de la vida; permite ver más allá de cada obstáculo, abre la mirada y permite hacer de nuestra vida y de nuestra historia una lectura a la luz de la salvación de Dios. Por eso mismo, la esperanza es espera del don de la vida de todos los días, espera de la presencia de Dios, un Dios que es Padre (Abba) o sea íntimo, personal, Él que es un Dios interesado y preocupado por nuestro destino, que hace camino con nosotros con su paciencia y su misericordia.

 Al mismo tiempo que reconocemos la propia pobreza y fragilidad, Dios pone su corazón. Ese encuentro de mi pobreza personal y comunitaria con su corazón de Padre hace brillar la misericordia.

Pues bien, conscientes de nuestra fragilidad y de lo ardua que es la tarea educativa y de formación de las personas en el momento presente, más que nunca tenemos que ser sembradores de esperanza, provocadores de la verdadera esperanza, susurradores de esta misma esperanza. Don Bosco lo hacía de modo apasionadamente natural. Y nos empeñamos en ello porque creemos realmente que es la esperanza la que mantiene en pie a la vida, la que la cuida, la protege. «Es lo más divino que puede existir en el corazón del hombre»[24]. En esta misma catequesis el Santo Padre hace referencia al gran poeta francés Charles Péguy que dejó páginas estupendas sobre la esperanza y en una de ellas cuenta, de modo poético que Dios no se asombra tanto por la fe de los seres humanos, ni por su caridad, sino que lo que realmente le llena de maravilla y asombro es la esperanza de la gente: «Que los pobres hijos -escribe- vean cómo van las cosas y que crean que irán mejor mañana».

Con esta confianza, como educadores, como acompañantes de familias, y clases populares y pueblo de Dios en general les pido: Nunca perdamos la esperanza, cultivemos una mirada esperanzada de la vida, no la marchitemos nunca en nuestros corazones, seamos focos de luz que invitan a la esperanza con el testimonio de nuestro vivir, transmitamos felicidad en el modo sencillo pero auténtico de vivir nuestra Fe.

 

6.2. Aprendemos que la oración es escuela de esperanza[25].

Tarea: Hagamos camino con los jóvenes y con sus familias orando, aprendiendo a orar mejor y ejercitando la esperanza al orar más y mejor.

«Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración»[26].

Es propio de nuestra espiritualidad salesiana percibir a Dios muy cercano, un Dios a quien sentimos muy presente en los acontecimientos y con quien, en nuestra sencillez, se puede entablar un diálogo «con el corazón», un diálogo sencillo, propio de hijos e hijas.

En el camino que hacemos en la Iglesia somos conscientes de que esta ha nacido de la oración y que la oración sostiene su crecimiento. Una oración que es una escuela de esperanza. Presentando la propia fragilidad en este encuentro personal con el Amor, la persona aprende a dejarse amar por Él. En definitiva, se trata de cultivar un clima interior de confianza en el Señor, fiándose de Él como centro de todo, que hace posible vivir en plenitud y colocar nuestros pensamientos, deseos, actividades, sufrimientos, esperanzas, sueños, dejándolos en el corazón de Dios.

La vida espiritual, cuidada en la oración, es unificadora, da sentido a los acontecimientos, sentido a la diversidad de cosas que vivimos y que hacemos, y con la oración descubrimos el sentido de la gratuidad de la vida, la nuestra y la de las personas que nos han sido confiadas. Esta perspectiva de la oración como don es esencial para el camino espiritual, sabiendo que todo nos ha sido regalado por el Señor. En la encíclica que el papa Benedicto XVI ofreció en su día a la Iglesia reflexionando sobre la esperanza cita ejemplos reales de esperanza en la oración como fue lo vivido por el cardenal vietnamita Nguyen Van Thuan quien durante los trece años que pasó en prisión, nueve de ellos en total aislamiento y soledad, en una situación humana que habría sido de total desesperación para cualquier persona, la escucha de Dios, el poder hablar con Él fue la fuerza de su esperanza, la que hizo de él, ya allí y una vez liberado, un auténtico testigo de la esperanza, «esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de soledad»[27].

Como Familia de Don Bosco, Familia Salesiana, daremos pasos significativos si en todas las ramas de este frondoso árbol querido por el Espíritu avanzamos en esta escuela de la esperanza que viene de la oración y hacemos camino también al lado de nuestros jóvenes y otras personas.

 

6.3. Crecemos viviendo con sentido los cansancios de la vida cotidiana

Tarea: Ayudemos a los jóvenes y sus familias, y al Pueblo de Dios a descubrir los dones que Dios nos regala, sin lamentarnos, proponiendo metas que entusiasmen y saquen de la monotonía y mediocridad.

Hagamos de lo cotidiano una preciosa oportunidad para experimentar, a pesar de los cansancios y desgastes de la vida, que hay un Amor que nos supera y que sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y por lo tanto tampoco lo es en el desarrollo de la vida, de nuestras vidas, y de la historia misma que intentamos construir y el Reino de Dios que queremos ayudar a implantar.

Me parece este un horizonte magnífico para educar en la esperanza. Ante todo, por la certeza que nos viene de la fe que nos confirma, no solo, que Dios nunca se deja ganar en generosidad, sino que Dios actúa y nos sorprende en medio de nuestras dificultades.

Lo extraordinario sucede solo cuando se comienzan a vivir las pequeñas cosas ordinarias; la vida cotidiana, esa de cada cristiano está hecha de gestos y acciones repetidas, de trabajo duro y sin demasiadas gratificaciones a veces, pero, también, está hecha de íntimas alegrías que están en lo profundo de encuentros verdaderos, de sorpresas que «tocan» el alma.

El transcurso de los días exige una vuelta paciente sobre sí mismo, una toma de conciencia de la propia vida. Esperanza y paciencia son dos actitudes que debemos testimoniar como cristianos, sobre todo en este nuestro mundo que tiene un ritmo tan rápido. La proliferación del miedo en nuestras sociedades es debido también al hecho de que se ha desvanecido el sentido de la espera y por lo mismo, de la paciencia y de la esperanza. Por eso, esperanza y paciencia van estrechamente unidas y el hecho de esperar contribuye ya a la superación de cada prueba.

Además, esto es posible porque hay una «confianza natural» desde nuestro espíritu salesiano que nos lleva a tener confianza en los recursos naturales y sobrenaturales de cada persona, y en especial de cada joven, nos lleva a no lamentarnos del tiempo que nos toca vivir, a apreciar los valores presentes en el mundo y en la historia (incluso en estos tiempos difíciles), y a «quedarnos con todo lo que es bueno» (1 Tes 5, 21). De hecho, compartimos con el cardenal Nguyen Van Thuan su convicción de que la costumbre de lamentarse es como una epidemia contagiosa cuyos síntomas son el pesimismo, la pérdida de la paz, los miedos y la pérdida de esa pasión por la vida que proviene de estar unidos a Dios.

Don Bosco había experimentado que nada puede igualar al valor de las relaciones auténticas, de sentirse querido, de sentirse en familia, en casa. Y estas relaciones son una forma poderosa de protección frente a la pobreza y la soledad de nuestros muchachos. En efecto, él era un maestro en encontrar la felicidad en las pequeñas cosas, en las atenciones dirigidas a todos, mostrando cómo en los encuentros cordiales y afectuosos, y en el cuidado de los vínculos se encuentra el tesoro del Sistema Preventivo.

Pequeños gestos que a veces se pierden en el anonimato de cada día, gestos de ternura, de afecto, de compasión que son decisivos, importantes para la esperanza de los otros. Son gestos familiares de atención a los detalles de cada día que hacen, ciertamente, que la vida tenga sentido y que se dé comunión y comunicación entre nosotros.

 

6.4. Vivamos la esperanza especialmente en tiempos de dificultad y de desconcierto.

Tarea: Dejémonos educar por Dios. Confiemos en Él especialmente en los momentos de oscuridad.

Santa Teresa de Ávila, gran mística, reconoce que la aridez es la invitación de Dios a que «vayamos más adelante».

Todos hemos experimentado períodos de dificultad y de desconcierto en la vida. De una forma u otra, hemos sido llamados a lidiar con experiencias personales dolorosas y humanamente difíciles. A veces los días, las actividades, la oración, toda la vida vivida hasta ahora, pueden parecer inesperadamente vacías, aburridas.

Pero con el sufrimiento y el dolor presentes en cada vida humana, recibimos una sacudida de asombro y esperanza. De hecho, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre»[28].

El sufrimiento y el dolor parecen estar presentes en la vida de todas las personas en un momento u otro. Jesús no amó el sufrimiento, ni lo justificó jamás, al contrario, cuando se encuentra con los marcados por el dolor, se conmueve y cura a menudo a los enfermos mostrando que no era en absoluto la voluntad de Dios. Delante de esto, en vez de replegarnos pasivamente sobre nosotros mismos, cansados y desanimados, se nos pide que cultivemos la valentía, que en la vida moral y espiritual se indica con el término de fortaleza.

De hecho, esta fuerza indispensable para la calidad de vida está vinculada a la conciencia de la fe.

Muchos creyentes son reconocidos precisamente en sus momentos de mayor dificultad, sufrimiento, cuando parecen agobiados por problemas mayores que ellos mismos; estas pruebas no se leen como accidentes ocasionales del camino, sino como un momento de necesaria purificación y una invitación a renunciar a los criterios utilizados hasta ahora para tener una experiencia íntima de Dios, dejándose educar por Él y así también cumplir la misión recibida. Se nos pide que caminemos con confianza, incluso en los momentos oscuros.

Como creyentes estamos convencidos de que solo Dios puede transformar los mayores momentos-límite de nuestra existencia en la esperanza cierta de que nuestro sufrimiento, dolor y tristeza no son en vano.

Es como si la persona se enfrentara a una encrucijada, en la que debe decidir si abandonar o sacar nuevas energías humanas y espirituales. En este último caso, la lucha, las tensiones, los conflictos están ahí, pero quedan estériles. Estamos llamados a mantener la esperanza en tiempos oscuros porque el Evangelio nos anuncia una buena noticia: la vida puede comenzar de nuevo, siempre podemos nacer de nuevo. «Spe ultima dea», decían los antiguos: «la esperanza es lo último que muere», lo último que se pierde. La esperanza es el último bastión de la vida. Es como la luz del atardecer: aún logra dar vida a los objetos antes de que se fundan en la oscuridad y nos permite ver el camino de regreso a casa antes de que se haga de noche.

 

6.5. La esperanza se hace fuertemente presente en los pobres y los excluidos.

Tarea: La fidelidad al Señor con Don Bosco pasa, prioritariamente en nuestra Familia, a través de la opción preferencial por los más pobres, abandonados y excluidos.

Es por eso por lo que, carismáticamente, hoy más que nunca, se espera de nosotros, como Familia Salesiana, que nos distingamos por esta opción por los pobres y excluidos, los descartados, los abandonados, los sin voz y sin dignidad. No cabe otra vía para nosotros. La fidelidad al Señor en Don Bosco exige de nosotros reconocernos en el dolor del otro.

En plena comunión con la más pura tradición y enseñanza en la Iglesia, desde los primeros Padres latinos y griegos hasta los últimos Papas, no podemos no ser y no sentirnos responsables de este mundo y de la vida de cada persona. Toda injusticia contra un pobre es una herida abierta y atenta (aunque no lo creamos) contra nuestra propia dignidad. No debemos olvidar jamás que no vivimos solo para nosotros mismos.

Por todo esto, la esperanza hace perseverante la caridad. Jesús nos invita a este amor obstinado, a tener la mente y el corazón lo más abiertos posible a su acción que llega de modo imprevisto, como sucede también con las situaciones negativas, siendo un eficaz «hospital de campaña» para todos, en especial para los jóvenes heridos. Esto pide de nosotros un algo más de valentía, de confianza y de empeño. No es tiempo de «retirar los remos de la barca».

Como familia religiosa nacida del corazón pastoral de Don Bosco, somos «la esperanza de aquellos que no tienen esperanza», de los jóvenes más necesitados y de los más vulnerables que están en el centro de la atención de Dios y que deben ser nuestros destinatarios preferidos.

Ellos no son para nosotros un «muro», sino una «puerta»: lo que los pobres nos enseñan es la autoridad del que sufre y del marginado. Empeñémonos en llevar la esperanza al corazón de estas personas, a dar consuelo, a volver a levantar a los débiles y necesitados, a salir al encuentro de las diversas necesidades humanas y espirituales que tienen y que nos interpelan diariamente. La esperanza tiene que ver por lo tanto con la ética y con el actuar. En este sentido, la esperanza cristiana se diferencia de un vago optimismo como ya dije.

No podemos dejarnos robar la esperanza –nos dice el papa Francisco–, y mucho menos matar los diversos signos de esperanza y de vuelta a la vida que aparecen en el mundo. En efecto, cuántas personas hay que son felices de amar a Jesús sirviéndolo en los pobres, personas generosas y solidarias que transmiten enseñanzas preciosas por medio de su vida. Agradecemos al Señor por estos ejemplos de vida coherente empapados de amor. Hombres y mujeres que viven para los pobres, signos de esperanza que el Señor ha puesto en nuestro camino: son las vidas gastadas y donadas a los hermanos de estas personas ‘normales’ pero que son héroes, con una heroicidad sencilla pero fuerte, la del Evangelio vivido y anunciado con la vida.

 

6.6. Reconocernos en el dolor del otro

Tarea: Ser fieles a Don Bosco hoy, Padre de nuestra Familia Salesiana, pasa por estar activamente del lado de quienes sufren cualquier tipo de injusticia.

«Qué peligroso y qué dañino es este acostumbrarse que nos lleva a perder el asombro, la fascinación y el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia»[29], nos dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium. Y esto tiene que ver tanto con las injusticias que se derivan de los sistemas económicos causas de tantas pobrezas, como de todo tipo de dolor del ser humano.

Desde el Evangelio no hay duda de que la economía y los bienes deben estar al servicio de las personas, especialmente de quienes viven en una real pobreza. Por lo tanto, un cristiano con verdadera conciencia social y de la justicia, y más nosotros, consagrados y laicos de la familia de Don Bosco, no puede admitir una forma de economía que se base exclusivamente en la «lógica del crecimiento» (tan deseada después de esta pandemia), si ello es causa cierta del crecimiento de la pobreza y de los pobres, porque siempre van de la mano.

Por eso decir no a una economía de la exclusión es decir no toda iniciativa política y económica que se olvide de los más débiles; y los cristianos, y la Familia Salesiana, tienen que ser incómodos en este sentido. Ante estas realidades no se puede ser «neutrales» o «sin opinión». Está en juego la dignidad de nuestros hermanos y hermanas y sin duda que tendremos que «bajar» de nuestras seguridades para mirar de frente su realidad sin sentir vergüenza. Eso hizo el Señor Jesús que tantas veces fue social y políticamente incorrecto.

Y aunque sé que lo que diré a continuación puede resultarnos incómodo (a mí el primero), pero en conciencia creo que necesitamos hacer insoportable a nuestras conciencias el dolor de los otros que se traduce en la realidad de personas sin hogar, transeúntes por obligación, personas que «ya no sirven», guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos, abuso sexual, tráfico de personas y de órganos, redes de prostitución, menores abandonados, niños soldado y como esto toda una cascada interminable de realidades dolorosas.

Y porque amamos este mundo maravilloso en el que Dios nos ha plantado, y porque amamos la humanidad que somos con los dramas que acabo de describir y los cansancios, al ver que pareciera que nada cambia radicalmente, pero amamos también los anhelos y esperanzas y la tierra como casa común, es por lo que este momento de hoy, de nuestro mundo post-pandemia, es una preciosa oportunidad para posicionarnos con claridad y educar a nuestros jóvenes en el compromiso social y político desde la luz del Evangelio y la esperanza que este irradia.

 

6.7. Convertirse a la esperanza significa creer en el proyecto del Evangelio,

Tarea: Por eso, como Familia Salesiana de Don Bosco no podemos dejar de mostrar a quien es la razón de nuestra Esperanza, el Dios de Jesucristo y su Evangelio.

En las crisis más grandes desaparecen tantas certezas, «seguridades» que creíamos tener, valores que en realidad no lo son. Pero, de hecho, los grandes valores del Evangelio y su verdad permanecen cuando las filosofías y los pensamientos oportunistas o del momento van desapareciendo. Los valores del Evangelio no se desvanecen, no llegan a ser «líquidos», no desaparecen. Por eso, como Familia Salesiana de Don Bosco, no podemos renunciar a mostrar lo que creemos.

Evangelizar ha de ser para nosotros un gozo existencial y verdadero que hunde sus raíces en el hecho de que el Misterio de Cristo, el Dios encarnado, muerto y resucitado, penetra en lo más íntimo de la realidad humana. El Evangelio es el absoluto mensaje de alegría que infunde fortaleza y audacia para superar toda tristeza (cf. Rom 9,2), el Evangelio es soplo vital de esperanza: una esperanza en el Señor que está en medio de nosotros y viene permanentemente a nuestro encuentro; una esperanza que genera gozo, una esperanza que nos anima y lanza al compromiso concreto en favor de los demás y en la historia, una esperanza que nos hace sentirnos, como familia de Don Bosco, mediación de Dios para ellos, signos y portadores de su amor: una esperanza que nos abre a la vida eterna ya comenzada aquí.

«La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad (…) Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios está ya presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá de diversas maneras»[30].

Cuánto nos debe animar pensar que nadie es esperanza, pero todos y cada uno de nosotros podemos ser el eco de la esperanza para los demás, esa esperanza auténtica que es lo más «divino» que puede existir en el corazón del ser humano.

Porque «si Jesús ganó el mundo, es capaz de ganar en nosotros todo lo que se opone al bien. Si Dios está con nosotros, ninguno nos robará esa virtud que necesitamos absolutamente para vivir. Ninguno nos robará la esperanza»[31].

 

6.8. Un compromiso concreto para asumir como Familia Salesiana

Divulguemos y leamos (ya sea solos, en familia o en grupos), la última encíclica Fratelli tutti, que pone en el centro la fraternidad. Nos ofrece una bella reflexión sobre cómo sanar el mundo, cómo reparar de los daños humanos y ambientales la casa común, y reducir las consecuencias de la creciente desigualdad social y económica. Junto con el Papa estamos seguros de que conseguiremos custodiar el patrimonio que el Creador ha puesto en nuestras manos solo como hermanos, venciendo las tentaciones de dividirse y de arrollar al otro. Solo juntos construiremos un mundo mejor que dé esperanza cristiana a las futuras generaciones.

 

6.9. Una verdad para profundizar como fruto de este Aguinaldo

Con la clara intención de dejar un recuerdo particular, concluyo este Aguinaldo 2021 con unas sencillas líneas que expresan muy bien lo compartido en estas páginas y que invito a interiorizar. Y naturalmente el último pensamiento se dirige a nuestra Madre María que espera el nacimiento de su Hijo Amado, inmersa sin pretenderlo en el gran proyecto de la Redención.

«Nosotros, cristianos, vivimos de la esperanza: la muerte es solo la penúltima palabra, pero la última es de Dios, la de la resurrección, de la plenitud de la vida y de la vida eterna. Cuando nos abandonamos a la fe en Dios y confiamos en Él, tenemos una certeza que da serenidad, la que dice que nosotros los hombres no tenemos todo en nuestras manos, sino que estamos en las manos de Dios.  El cristiano no configura su vida con sus propias fuerzas, sino con la fuerza del Espíritu Santo. En los tiempos de incertidumbre debemos abandonarnos con confianza en su guía»[32].

 

7. MARÍA DE NAZARETH, MADRE DE DIOS, ESTRELLA DE LA ESPERANZA

 

María, la Madre, sabe bien qué significa tener fe y esperar contra toda esperanza, confiando en el nombre de Dios.

Su «sí» a Dios ha despertado la esperanza para la humanidad.

Ella ha experimentado la impotencia y la soledad en el nacimiento de su Hijo; ha conservado en su corazón el anuncio de un dolor que le habría atravesado el corazón (cf. Lc 2,35); ha vivido el sufrimiento de ver a su Hijo como «signo de contradicción», incomprendido, rechazado.

Ha conocido la hostilidad y el rechazo frente a su Hijo, hasta cuando, a los pies de la cruz sobre el Gólgota, ha comprendido que la Esperanza no moriría. Por eso, ha permanecido con los discípulos como madre –«Mujer, ahí tienes a tu hijo»– (Jn 19,26), como Madre de la Esperanza.

 

«Santa María,
Madre de Dios, Madre nuestra,
enséñanos a creer,
a esperar y a amar contigo.

Muéstranos el camino del Reino.
Estrella del mar,
brilla sobre nosotros
y guíanos en nuestro camino»[33].

Amén.

Don Ángel Fernández Artime, S.D.B.
Rector Mayor

Roma, 25 de diciembre de 2020
Nacimiento de Nuestro Señor

 

[1] Francisco, Christus vivit, 72.

[2] Colombero Giuseppe, La malattia, una stagione per il coraggio, Paoline, Roma, 1981, p. 66.

[3] Solo por citar algunos de los que encontramos en la Teología y en la Historia de la Filosofía, podemos comenzar con san Pablo, san Agustín de Hipona, san Juan de la Cruz, Lutero, Rudolf Karl Bultmann y Jürgen Moltmann. Y también mencionar a René Descartes, Emmanuel Kant, Charles Baudelaire y Martin Heidegger. Gabriel Marcel y Jean Paul Sartre; René Le Senne, Otto Friedrich Bollnow, y algunos españoles como Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y el gran literato Manuel Machado, entre otros.

[4] Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XXVI, 5; PL 183, 906.

[5] Según la conocida expresión de Christian Duquoc, que afirma la total autonomía de la historia.

[6] Benedicto xvi, Spe salvi, 1.

[7] Ibidem, 27.

[8] Francisco, Meditación en el momento extraordinario de oración en tiempo de pandemia, en la Plaza de San Pedro el 27 de marzo de 2020.

[9] Francisco, Mensaje en la Audiencia del miércoles. 23 de agosto de 2017.

[10] Cf. Benedicto XVI, Spe salvi, o. c., n. 2.

[11] Este es el título que el papa Benedicto eligió para el apartado primero de la Spe salvi.

[12] Moltmann Jürgen., Experiencias de Dios. Sígueme, Salamanca 1983 pp. 103-104.

[13] MBe I, 248.

[14] Instituto Histórico Salesiano, Memorias del Oratorio, en Fuentes Salesianas. Don Bosco y su obra. Editorial CCS, Madrid 2015, p. 1112.

[15] Constituciones SDB, 21.

[16] Benedicto XVI, Spe salvi, 49.

[17] Francisco, Fratelli tutti, 115.

[18] Ibidem, 30.

[19] Ibidem, 32.

[20] Ibidem, 32.

[21] Francisco, Carta del papa Francisco: Educar a la esperanza, 14 de noviembre de 2018.

[22] Ibidem.

[23] Cf. XX Capítulo General Especial Salesiano, 1972, n. 328.

[24] Francisco, Carta del papa Francisco: Educar a la esperanza, 14 de noviembre de 2018.

[25] Cf. Benedicto XVI, Spe salvi. Así se titula la primera parte de la encíclica, que comienza con el número 32.

[26] Benedicto XVI, o. c., 32.

[27] Ibidem.

[28] Benedicto XVI, Spe Salvi, 38. Cf. Francisco, «Un plan para resucitar» a la Humanidad tras el coronavirus (PDF), en Vida Nueva Digital, 17 de abril de 2020, p. 38.

[29] Francisco, Evangelii gaudium, 179.

[30] Ibidem, n. 278.

[31] Francisco, Audiencia general del miércoles 27 de septiembre de 2020.

[32] Kasper Walter- Augustin George (editores)., Comunione e Speranza. Testimoniare la fede al tempo del coronavirus. LEV, Città del Vaticano, 2020, p. 121 [existe edición española: Dios en la pandemia. Ser cristianos en tiempos de prueba, Sal Terrae, Maliaño 2020].

[33] Benedicto XVI, Spe salvi, 50.